domingo, 29 de septiembre de 2013

La gran mentira

El joven mago invita al rico a una habitación privada. Pequeña, cuadrada y completamente oscura. En eso, Piero Macciotini prende una lámpara que estaba encima de una mesa y lo invita a sentarse. Piero Macciottini, el gran mago, sabía que el rico poseía grandes cantidades de dinero en cuentas bancarias. Además, había leído en el periódico que había comprado una carta de diamantes con diamantes de verdad, la cual siempre portaba consigo mismo. -¿Le gusta esta lámpara? -Sí, le da una apariencia más misteriosa a la habitación. -¿Verdad que sí? Además, esa forma esférica y lo intenso del brillo en una habitación oscura hace que no pares de mirarla. Piero Macciottini saca un mazo de cartas y las comienza a barajar. -Bueno señor Richwater, comenzaré con lo básico –decía mientras miraba como de su cuello colgaba la valiosa carta. -Me parece bien. El show comienza. Exclamaciones de asombro es lo único que sale de la boca de Jackomo Richwater. Al término del espectáculo, los caballeros se levantan y se despiden. Jackomo le da la mano y Piero la aprieta efusivamente, mientras se acercaba a él para darle un abrazo. A Jackomo, a pesar de su carácter severo y frío, no le importa pues piensa que alguien que lo entretuvo tanto, es un amigo más, y se marchó sin decir una sola palabra. Sale de su lujoso hotel, seguido por sus guardias de seguridad y sus matones. El chofer de su limosina le abre la puerta de ésta, Jackomo entra y se acomoda en el asiento lentamente. El chofer arranca y se dirige a una de las enormes mansiones que poseía Richwater. Al llegar baja del carro y camina a su habitación, mientras pensaba en las grandes cantidades de dinero que había logrado obtener bajándole el sueldo a su proletariado. Se reía en su interior con solo recordar las caras de desesperación de los obreros en África que necesitaban el dinero con tanta necesidad, que accedieron a trabajar para él, a pesar de las condiciones precarias en las que tendrían que trabajar. Llega a su habitación y se recuesta en su cama. Un hombre de negocio, rico y soltero como él, puede estar ocupado en el día, pero también puede tener noches de paz y tranquilidad. De pronto, se levanta de su cama para agarrar su carta. La toma de su chaqueta, y la aprieta en su pecho. Allí estaba con su preciado tesoro, la acariciaba lentamente, sus dedos se deslizaban en cada esquina de la carta. Tocaba cada diamante y lo contaba en voz baja, en un susurro. Pero algo estaba mal. Había hecho este “ritual” todas las noches desde que poseía la carta, y algo no iba de acuerdo con el procedimiento. ¡La carta era más liviana! Eran las tres de la mañana, pero no le importaba. Agarró su celular, marcó los dígitos necesarios, tarea que resultó difícil por los temblores de sus dedos por la ansiedad. El conocido Charles Raymond, experto en joyas, llegó a su casa al cabo de tres horas, pues vivían en la misma ciudad. Charles Raymond le dice a Richwater:”Mi estimado Sr. Jackomo, me temo que esta carta es una réplica.” El hombre adinerado, en el punto exacto de su perfecta desesperación, grita con todas sus fuerzas desde el fondo de su frustrado corazón. Sin esperar un minuto más, el rico manda asesinos a matar al mago, pues sabía que la carta con la que había asistido al espectáculo era la original. Esa noche, Richwater no podía dormir. Cuando el cuerpo tiene un corazón lleno de rencor y la sangre hierve de odio, la mente quiere estar despierta porque está esperando algo. Y ese algo era la muerte de Piero Macciottini. Estuvo así toda la noche, porque los asesinos no llegaban. Jackomo sabía que había esperado horas, y su reloj no lo desmentía, pues le decía que eran las 6.00 a.m. No soportaba estar quieto, así que abrió las persianas y ante sus ojos estaba el más grande milagro de toda su vida. Los matones no eran lo único que demoraban en llegar, pues el sol tampoco salía. Aquella luna llena era la misma que había cuando se subió a su limosina. Lleno de pavor, retrocedió, y perdiendo el equilibrio se tropezó y cayó al suelo, todo esto sin dejar de mirar la luna. -¿Sorprendido? –dijo a sus espaldas Piero Macciottini. Cuando Richwater volteó la cabeza, Piero ya no estaba ahí. Para ser más precisos, nada estaba ahí, solo una inmensa oscuridad. En su desesperación por ver algo, regresó la cabeza a su posición normal, porque en esa dirección él sentía el calor de una luz. Se dio cuenta que debajo de él había una silla, a la altura de su abdomen una mesa, en sus narices una esfera de colores con un destello de luz inolvidable, detrás de ésta un hombre sonriendo y de la boca de éste hombre se oía decir: “Hipnosis completa, truco terminado”.


Piero Macciotta
Rodrigo Loo

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